Jazz

 

 

SONNY ROLLINS, EL INDÓMITO

 

 

 

Alto, inescrutable, parapetado tras sus sempiternas gafas oscuras, orlado con barba y melena blancas, su figura impone respeto. Sin duda, en otros tiempos habría sido el sabio de la tribu, uno de aquellos viejos que han superado las pruebas más difíciles y que ahora se complacen en contar la agitada historia de su pueblo. En vísperas de festejar sus ochenta años, Sonny Rollins se erige como el gran sobreviviente de una era gloriosa del jazz, aunque, ciertamente, no se comporta como un venerable anciano. Por el contrario, cada vez que sopla su instrumento muestra una energía creativa inusual, una riqueza de ideas que recuerda los ímpetus de sus comienzos, cuando el joven saxofonista no vacilaba en desafiar a músicos mayores y consagrados, con los cuales libraba unos duelos de improvisación que se prolongaban más allá del amanecer.

 

Sonny Rollins pertenece a una época en la que la música afronorteamericana dio un salto cualitativo y entró en la modernidad como un arte con pleno derecho, dejando atrás el nivel de simple entretenimiento. Si bien casi todos sus compañeros de ruta están muertos (entre ellos, Thelonius Monk, Charlie Parker, John Coltrane, Clifford Brown, Miles Davis, Max Roach), ha conseguido mantenerse como un faro solitario que no cesa de irradiar desde finales de los años cuarenta, pese a los continuos cambios –algunos muy radicales– que ha afrontado el jazz. Como acostumbran decir sus colegas, “Sonny Rollins no te teme a nada”.

 

A mediados de los años cincuenta, después de la muerte del genial Charlie Parker (Bird), había tres saxofonistas que causaban furor en la escena jazzística: Ornette Coleman, John Coltrane y Sonny Rollins. Ornette Coleman era un caso extremo, no solo porque tocaba el saxo alto de una manera distinta a la del Bird, sino porque se trataba de un vanguardista que exploraba regiones insospechadas y que a la larga derivaría en el free jazz. En cuanto a Coltrane y Rollins, cultores del saxo tenor, la crítica los veía como los dos grandes innovadores del instrumento. No obstante, tal como se aprecia en Tenor Madness, una grabación de 1956 en la que ambos entablan un estimulante duelo interpretativo, Coltrane todavía se hallaba en el umbral de su camino, mientras que Rollins sonaba ya con el aplomo y suficiencia de un veterano.

 

Hijo de padres caribeños que provenían de las Indias Occidentales, Sonny Rollins nació en Nueva York el 7 de septiembre de 1930. En su infancia recibió clases de piano y, más tarde, se concentró en el aprendizaje del saxo tenor. Sus rápidos progresos le permitieron tocar en diversos clubes y garitos antes de alcanzar la mayoría de edad. Corría 1947 y el bebop hervía en la noche sin fin del jazz. Rollins pronto fue captado por la revolución que habían emprendido Charlie Parker, Dizzy Gillespie y Thelonius Monk. Era un saxofonista tenor muy hábil y empeñoso que había asimilado el legado de una tradición encabezada por Coleman Hawkins y su sonido fuerte y poderoso, pero su visión era claramente moderna. De ahí que se quedara deslumbrado por las audacias de Charlie Parker a la hora de improvisar, sobre todo por las ráfagas de acordes ejecutados a una velocidad de vértigo.

 

Por entonces, el ámbito del jazz había sido infestado por el consumo de drogas y estupefacientes. El azar de los contratos, el trabajo nocturno y las constantes giras obligaban a los músicos a llevar una vida irregular y desordenada. Al igual que varios de sus colegas, Sonny Rollins se hizo adicto a la heroína. Sus problemas se agravaron en 1950, cuando fue acusado de robo a mano armada. Condenado a prisión, logró salir con libertad condicional a los diez meses. Uno de los equívocos más frecuentes entre los jazzmen era la suposición de que el efecto de las drogas potenciaba las posibilidades expresivas. Por suerte, Charlie Parker, cuya salud se había resquebrajado enormemente debido a su dependencia del alcohol y la heroína, se preocupó por el joven saxofonista y lo convenció de que era absurdo imitar su conducta autodestructiva. Rollins decidió iniciar una cura de desintoxicación y pudo superar el hábito, pero su ídolo nunca se desenganchó. Cuando falleció, en marzo de 1955, apenas tenía 34 años.

 

Sonny Rollins es un improvisador nato, capaz de hilvanar larguísimos solos en los que una imaginación casi inagotable reposa sobre una sólida estructura musical. En ese sentido, sus solos son modélicos, de una complejidad estilística que se halla a la altura de su desbordante fuerza expresiva. Rollins suele tocar como un poseso y sus interpretaciones abundan en digresiones, comentarios y citas de otros temas, glissandos y otras figuras extrañas, parodias y cierto sarcasmo. Sus ejecuciones son prácticamente orquestaciones, tal es su densidad y virtuosismo.

 

Por otra parte, no hay que olvidar sus raíces caribeñas, como se advierte en su debilidad por el calipso, género que se trasluce en sus composiciones “Don’t Stop the Carnival” y “St. Thomas”. Pero quizá su obra maestra sea “Blue 7”, tema incluido en su disco Saxophone Colossus (1956), donde cabalga sobre una delgada línea de blues y alcanza un pico de belleza formal poco frecuente en el jazz. El musicólogo Günther Schuller destacó su impecable construcción e incluso comparó los logros de Rollins con los de Mozart, Rembrandt y Shakespeare. Desde luego, este juicio parece exagerado, pero, cuando es confrontado con otras opiniones, no resulta tan descabellado. Así, un estudioso tan reputado como Martin Williams no ha ocultado su admiración, después de comprobar que una performance de Rollins roza lo imposible, ya que “fue sección de metales, maderas y ritmo; tenor solista y percusionista latino, todo al mismo tiempo y siempre con una lógica musical”.

 

Una de las cualidades más notables de Sonny Rollins es su conciencia artística. Pocos músicos de jazz han sido tan consecuentes a lo largo de su carrera. Siempre que lo ha considerado necesario, se ha apartado de la escena para reflexionar sobre su trabajo y depurar su búsqueda personal, aunque ello significara frenar su avance profesional. Hacia finales de 1954, resolvió guardar su saxo por un lapso indeterminado. Se mudó a Chicago, donde consiguió un trabajo como portero en una fábrica, y se dedicó a la lectura e incluso se matriculó en la universidad. Al cabo de un tiempo regresó con un brío inusitado y pronto se convirtió en el líder de la corriente del hard bop. Pero, en 1959, justo cuando se había consolidado como uno de los saxo tenores más talentosos de la historia del jazz, inexplicablemente se sumergió en otro de sus periodos “sabáticos”. Se retiró durante dos años para estudiar e investigar. No se presentaba en clubes ni salas de concierto, sino que prefería practicar en la calle, por lo general solo. Pasaba largas jornadas –según algunos testimonios hasta trece o catorce horas diarias– tocando bajo el puente de Williamsburg, el cual conecta Manhattan con Brooklyn, como si fuera un músico indigente. A veces se le sumaba Steve Lacy con su saxo soprano. ¿Qué era lo que buscaba Sonny? Nadie entendía su extraño comportamiento. Hasta que en 1961 sintió que estaba listo para asumir su nuevo reto y volvió a un estudio para registrar el disco de su retorno, un álbum excepcional al que precisamente tituló The Bridge (El puente).

 

Excéntrico y neurótico como su amigo Thelonius Monk, a menudo cambiaba su apariencia. O bien se afeitaba la cabeza, incluidas las cejas, o se dejaba un penacho al estilo mohicano. Entre 1966 y 1972 volvió a desaparecer para seguir lecciones de budismo zen con un maestro en el Japón y luego se fue a un monasterio en la cima de una montaña en la India para meditar y profundizar en la filosofía mística hindú. En los años siguientes llevó una existencia más bien apacible y solitaria, tocando en contadas ocasiones, sobre todo en Europa, donde está considerado como un artista de culto.

 

En el último decenio, Sonny Rollins ha retomado su carrera con un entusiasmo singular. A una edad en la que otros músicos ven mermadas sus facultades, el saxofonista derrocha una fuerza que arrasa como un torrente. Sus conciertos se han  hecho legendarios por la intensidad de sus ejecuciones (a veces se ha desmayado sobre el escenario). Aún ahora, con ochenta años a cuestas, cuando empieza a tocar entra en una suerte de trance que no tarda en envolver a la audiencia. Porque el viejo de la tribu también cumple el rol de hechicero y está dotado con el poder de la revelación. De su saxo emergen interminables cascadas de notas, altas y brillantes como espuelas de fuego. Sonny Rollins no solo es el máximo improvisador, sino la encarnación misma del espíritu del jazz.