Fotografía

 

 

ROBERT CAPA: EN LA LÍNEA DE FUEGO

 

 

 

Todo jugador tiene su cuota de buena suerte. A veces la racha se prolonga durante un tiempo, quizá demasiado largo, lo suficiente como para que abrigue la ilusión de ser imbatible. Robert Capa era un jugador. Un jugador de póker compulsivo. Desde luego, no le interesaba el dinero sino la posibilidad de arriesgarlo. Sentía un extraño placer al balancearse peligrosamente entre el éxito y la ruina. Así, cuando jugaba, ponía toda la carne en el asador y a menudo acababa perdiendo. Pero no le importaba. En su fuero interno sospechaba que, mientras fracasara en el azar, una inextricable ley del equilibrio haría que tuviera suerte en la vida. ¡Y vaya si no la tuvo! Afrontó la muerte en innumerables ocasiones y, aunque las probabilidades estuvieran en su contra, siempre salía ileso. El jugador sabía que eso era anómalo y, sin embargo, respiraba hondo y seguía apostando. De otro modo, el juego carecía de interés. Doble o nada, esa era la cuestión.


En la primavera de 1943, Robert Capa llegó al norte de África, donde los aliados habían emprendido una gran ofensiva contra las fuerzas alemanas de Rommel. En su afán por alcanzar el frente, consiguió un jeep y se internó en Túnez. En un momento del trayecto, por una carretera que atravesaba el desierto, acuciado por una necesidad fisiológica, hizo que el conductor detuviera el vehículo y se precipitó hacia un solitario cactus que se alzaba a unos metros del camino. Cuando estuvo bajo su sombra y se disponía a aliviarse, se le congeló el rostro. Junto al cactus había un pequeño letrero en alemán que advertía: ¡Cuidado! ¡Campo minado! Capa permaneció inmóvil y llamó a gritos al conductor y le pidió que trajera a alguien con un detector de metales. Varias horas después, con los músculos paralizados, divisó al jeep que regresaba junto con el pelotón de zapadores que lo sacaría del aprieto. Había estado a punto de volar en pedazos, pero su buena estrella aún resplandecía.


Nacido en Budapest, en 1913, en un hogar judío de clase media, su verdadero nombre era Endre Friedmann y su primera vocación había sido la de escritor. Activista de izquierda, fue conminado a dejar su país a los dieciocho años. Se instaló en Berlín, donde inició estudios de periodismo. Consiguió un empleo como mensajero en una agencia fotográfica y luego pasó a ser ayudante de laboratorio. Al poco tiempo ya manejaba con destreza una cámara. Dadas sus notables aptitudes, en diciembre de 1932 se le encargó retratar a Trotsky, quien daba una conferencia en Copenhague. Lamentablemente, la subida de Hitler al poder lo obligó a mudarse a París y empezar de nuevo. Allí se enamoró de una joven alemana de ascendencia judía, Gerda Pohorylle, tres años mayor que él, a la que contagiaría su pasión por la fotografía.


A mediados de la década del treinta, la pareja inventó el seudónimo de Robert Capa, que atribuyeron a un famoso fotógrafo norteamericano, para firmar el trabajo de ambos. Al cabo de una temporada, la estratagema fue descubierta y ellos optaron por diferenciar sus identidades. Él se reservó el nombre de Robert Capa y su compañera decidió llamarse Gerda Taro. Al estallar la guerra civil española en julio de 1936, se trasladaron al frente. En 1937, mientras él se encontraba en París, Gerda se empeñó en seguir los combates de Brunete, al oeste de Madrid. Era una mujer valiente y se arriesgó a viajar en el estribo de un automóvil que llevaba a unos heridos. En el caos de la carretera, el transporte frenó intempestivamente y la fotógrafa cayó sobre la pista. Un tanque que retrocedía la arrolló con sus orugas. Iba a cumplir 27 años.


Capa se quedó desolado, pero la excitación que le producía la guerra era más fuerte que su pena. En 1938 viajó durante siete meses por China, junto con el cineasta holandés Joris Ivens, para fotografiar la resistencia a la invasión del ejército japonés. A comienzos de 1939, volvió al frente español y se mantuvo al lado de las tropas republicanas hasta la caída de Barcelona y la retirada hacia la frontera con Francia.


La guerra civil española fue crucial para el desarrollo del fotoperiodismo. Los reporteros gráficos nunca habían tenido tanto protagonismo en los medios, aunque, ciertamente, tampoco se habían expuesto de esa manera. Capa era intrépido y, con frecuencia, temerario. Se hizo célebre cuando su Leica capturó el instante preciso de la muerte de un miliciano abatido por un disparo. Esta fotografía sería uno de los emblemas de la causa republicana y de la lucha contra el fascismo que amenazaba a Europa. No obstante, su autenticidad ha sido puesta en duda, lo que ha generado una controversia.