Literatura

 

 

EL EXCÉNTRICO E INSÓLITO BARÓN CORVO

 

 

 

¡Qué escritores tan raros tienen los ingleses! Lewis Carroll, Ronald Firbank, Aleister Crowley... Desde luego, los franceses cuentan con Alfred Jarry y Raymond Roussel, pero la literatura británica esconde una veta inagotable de autores marginales e inclasificables, algunos casi secretos, que alimentan las pasiones de lectores exquisitos y bibliómanos empedernidos. Uno de estos escritores heterodoxos, Frederick William Rolfe, también conocido como el barón Corvo, tal vez sea el más excéntrico e insólito de todos. Confieso que solo lo conocía  de oídas y que probablemente no hubiera llegado a leerlo de no haber caído en mis manos la extraordinaria biografía que le consagró A.J.A. Symons –¡otro excéntrico!–, En busca del barón Corvo (Libros del Asteroide, Barcelona, 2005).

“En apariencia una biografía pero, en verdad, una detectivesca descripción de las mil y una aventuras que vivió su autor para escribirla”, ha comentado Mario Vargas Llosa sobre este libro fascinante. Más aún, debo decir que lo he leído como si se tratase de una novela y que he dudado de su condición de biografía, ya que su protagonista alcanza esa dimensión que por lo general solo propicia la ficción. Y, aunque el discurso se apoya en cartas y artículos, pensé que estos eran parte de una estrategia narrativa en la que para darle visos de realidad al personaje se concebían testimonios y documentos, como solía hacer Borges en sus ficciones que simulaban ensayos. Pero, como pude comprobar después, me había equivocado de plano. En busca del barón Corvo no es una novela sino una auténtica biografía, sui generis si se quiere, aunque escrita con sumo rigor. De hecho, la correspondencia que se reproduce pertenece a personas que conocieron al desconcertante Rolfe. Asimismo, los textos literarios que se citan provienen de sus obras, cuyas ediciones limitadas son ahora piezas de colección.


La biografía de Symons se publicó en 1934 y ha sido considerada como un modelo en el género. Según los entendidos, es lo que suele llamarse un ‘quest’, es decir, una indagación o pesquisa en la que el biógrafo narra las peripecias por las que atraviesa mientras sigue las huellas de su biografiado, de tal forma que el libro se va componiendo ante nuestros ojos. Así el investigador evita la morosidad académica y le imprime a su búsqueda una tensión peculiar, dosifica sus avances e incluso se permite dar algunas vueltas de tuerca, como si orquestara un relato de intriga. Además, a diferencia de las biografías ortodoxas, una aventura literaria de esta clase tiene la particularidad de que revela no solo al personaje estudiado sino al autor que intenta apresarlo.


La impresión que prevalece al concluir la lectura es que el biógrafo se descubre a sí mismo a medida que rastrea a su sujeto. Y, en efecto, A.J.A. Symons (1900-1941), tal como reveló su hermano el novelista Julian Symons, era un tipo tan excéntrico como el barón Corvo: “Un dandy, un gourmet, un bibliófilo y uno de los fundadores de la Wine and Food Society, así como del First Edition Club; un gran coleccionista de objetos victorianos; que se pasó la vida caminando sobre la cuerda floja en cuestiones de dinero, cuerda que inexplicablemente soportó su peso hasta el final; que, siendo modesto su origen (al que añadía detalles románticos cuando hacía falta), a los veintiún años expresó la intención de edificar su vida ‘del mismo modo que el arquitecto traza los planos de una casa’”.


Pero, ¿quién diablos era Frederick Rolfe? Todo hace suponer que, sin la devoción de su biógrafo, este raro escritor hubiera permanecido en la oscuridad. Aunque Symons no lo conoció, experimentó un interés por él que a la larga se trocaría en una obsesión. A primera vista, Rolfe (o barón Corvo, como prefieran) fue un individuo deleznable, cuya vida tiene más de truhán que de héroe. Nacido en 1860, en una familia de fabricantes de pianos, a los quince años prefirió abandonar una educación privilegiada, en contra de la voluntad paterna. Alumno libre en Oxford, fue un solitario impenitente que se formó a sí mismo, alternando el ocio con una inclinación profundamente libresca que lo llevó a un diletantismo extremo. Lo insólito es que sentía una vocación religiosa, la misma que lo impulsaría a convertirse al catolicismo y a iniciar una carrera eclesiástica. Sin embargo, fue expulsado del seminario debido a su conducta errática y nunca conseguiría superar la frustración de no haber sido ordenado sacerdote.


Le gustaba firmar como Fr. Rolfe, con el fin de sembrar la ambigüedad de una investidura clerical (Fr. es una abreviatura de su nombre de pila, Frederick, pero también de Father, es decir, padre). Más tarde sostuvo que una aristócrata italiana le había cedido unas tierras, lo que le daba el derecho de usar el título de barón Corvo. Esta presunción siempre despertó suspicacias, al igual que su empleo de diversos seudónimos, a los que recurría para limpiar su reputación. Rolfe fue un réprobo dotado de talento, al que una mente paranoica y alucinada impidió salir adelante. Su mayor invención fue él mismo, un farsante dominado por una mezcla de ascetismo y prodigalidad que contrastaba con su situación real. Embustero y tramposo, creía que en su condición de artista podía vivir a expensas de los demás, pero la dualidad de su temperamento hacía que tarde o temprano sus benefactores huyeran de él despavoridos.


En realidad, Rolfe llegó un poco tarde a la literatura, cuando sus aspiraciones clericales tropezaron con un callejón sin salida. Había trabajado como maestro de escuela y preceptor, y, durante un breve periodo, ejerció el periodismo. También tenía habilidades para la música, la pintura y la fotografía. No obstante, sus proyectos se truncaban por sus descabelladas exigencias y absurdos reclamos. Esta actitud intransigente perjudicó sus relaciones con amigos y editores. Emprendió algunos libros en colaboración y asumió encargos de “negro” literario, trabajos que invariablemente desembocaban en largas disputas y pleitos judiciales. Es verdad que podía deslumbrar a sus interlocutores con su inteligencia y erudición, pero estas cualidades pronto eran opacadas por su naturaleza torva y una manía persecutoria. Presa de un desmedido orgullo, Rolfe se jactaba de tener enemigos. Entonces se convertía en un fiero contendor, que se regocijaba con la diatriba y el denuesto. Hay que considerar que era un producto de la era victoriana, un individuo reprimido y enrevesado, misógino y homosexual. Su personalidad conflictiva, atormentada y contradictoria contribuyó a precipitarlo en una pobreza absoluta, de la que emergía de tanto en tanto por las vueltas del azar.


Cuando murió de un colapso a los cincuenta y tres años, en 1913, residía en Venecia, donde había sido desalojado de su hotel por falta de pago y vivía a la intemperie, en una barca abandonada. Rolfe acostumbraba a ejercitarse con pesas y le gustaba nadar. Su destreza con el remo lo hizo pretender, sin éxito, un puesto como gondolero para poder subsistir. Sin embargo, no todo fueron penurias en Venecia, pues durante una temporada gozó de la protección de un amigo generoso. Pero Rolfe era un manirroto y dilapidaba el dinero a manos llenas. Entre sus extravagancias se cuenta que pasó de casi morirse de hambre a navegar por el Gran Canal a bordo de una embarcación nueva y tripulada por cuatro gondoleros, un privilegio que según su biógrafo normalmente quedaba reservado a la realeza. Cuando su mecenas se negó a continuar subvencionándolo, Rolfe arguyó que se hallaba en una situación límite y que por la noche los cangrejos y las ratas nadadoras merodeaban su frágil barca y le mordisqueaban los dedos de los pies. Pocas semanas después, el escritor falleció mientras dormía.


Lo admirable del barón Corvo es que, pese a sufrir grandes privaciones, escribía con una constancia y entrega de quien sabe que el único sentido de su existencia era el amor por las palabras. Sus libros nunca le reportaron beneficios y apenas obtuvo algunas reseñas favorables (como aquella que firmara D. H. Lawrence). Su obra no es fácil de asimilar. Devoto de la cultura clásica y del Renacimiento, su lenguaje se caracteriza por ser intrincado y preciosista, ya que solía inventar palabras valiéndose de su familiaridad con el latín. Escribió una historia memorable sobre los Borgia, pero su mayor logro es una novela titulada Adriano VII que apareció en 1904 (hay una versión española de Siruela del año 1988). Como ha probado Symons, se trata de una autobiografía novelada en la que incide en su vocación religiosa y aprovecha para vengarse de sus numerosos enemigos. “Sentí esa agitación interior que a todos nos permite reconocer una experiencia nueva que nos transforma”, anotó entusiasmado el biógrafo luego de leer esta obra extraña, en la que un paria inglés socava, contra todo pronóstico, los cimientos de El Vaticano y altera el destino de la humanidad.


Admito que no sé cómo describir esta novela atípica y algo desproporcionada, aunque con varios episodios magistrales. Otro tanto podría decirse de su último esfuerzo narrativo, El deseo y la búsqueda del todo (edición póstuma, 1934), el único otro de sus libros que se encuentra en nuestro idioma (Valdemar, 2003). Lo curioso de esta historia ambientada en Venecia y marcadamente autobiográfica es que el autor parece hallar finalmente la redención en el amor insospechado que le suscita una adolescente con aspecto de muchacho. Haciendo gala de una prosa más luminosa, Rolfe celebra la androginia como una forma superior de la belleza y prefigura la novella veneciana y crepuscular de Thomas Mann.


Antes de concluir, debo advertir que Frederick Rolfe no es un escritor para lectores complacientes. De ahí que convenga aproximarse a él a través del ‘quest’ de A.J.A. Symons. Hacía tiempo que un libro no me resultaba tan proteico y estimulante, incisivo y deslumbrante. Su lectura, como ocurre con las grandes obras, se convierte en la llave que nos abre otras puertas y nos conduce hacia nuevos e insospechados libros, como un juego de espejos que multiplica y enriquece nuestras limitadas vidas.