Cine

 

 

SIN EL CINE NO PODRÍA VIVIR

 

 

 

Sin el cine no podría vivir. He meditado bastante sobre esto y he llegado a la conclusión de que el cine ha contribuido decisivamente tanto a mi formación como ser humano como a la realización de mi trabajo literario.

 

Muchas de las mejores horas de mi vida las he pasado en la sala oscura de un cine; algunas de las más tristes también. Y si bien se trata de un espectáculo que puede compartirse, en mi caso suele ser un vicio solitario. De esa manera tengo la posibilidad de entregarme enteramente a él y disfrutarlo con más intensidad, sin riesgo de sentirme intimidado por un acompañante, tal como ocurre con la lectura.

 

La ilusión de realidad que ofrece la cinematografía siempre me ha parecido cosa digna de maravilla. Entre aquellas vibrantes películas de aventuras vistas y revistas en las matinés de la infancia (El pirata hidalgo, por ejemplo, con Burt Lancaster, o Robin Hood, la versión de Michael Curtiz, por supuesto, con Errol Flynn) hasta cintas más densas y complejas como varías de las realizaciones de Bergman o Tarkovski, existe mucho trecho, Sin embargo, la fascinación que el cine ejerce en mí permanece intacta.

 

La posibilidad de reproducir la realidad que caracteriza a este arte, su efecto casi mágico de recreación del mundo sobre una pantalla no cesan de suscitar mi entusiasmo. Por ello, cada vez que voy ver una película experimento un secreto regocijo, una acuciante expectativa ante lo que me va a ser revelado durante las próximas dos horas.

 

Paradójicamente, en vez de perder tiempo, siento que en ese lapso gano más tiempo del que podría aprovechar en la vida real. Durante ese par de horas de ilusión vivo, en el fondo, muchísimas horas más, a menudo días y años, me transporto a lugares en los que no estaré físicamente quizá jamás y me hago cómplice de personajes con los cuales seguramente no tropezaré en mis actividades cotidianas.

 

Capto sus caracteres, aprendo a entender las más diversas manifestaciones del comportamiento de hombres y mujeres, vislumbro las más íntimas pulsiones y extraños apetitos, me conmuevo con los sentimientos y emociones que expresan esos seres imaginarios de apariencia tan real, gozo, me irrito o acabo entristeciéndome con sus avatares. En suma, tengo la convicción de que en apenas un centenar de minutos de proyección es posible asimilar una parte significativa de la experiencia humana, con frecuencia con mayor efectividad que en dos horas de contacto real con personas de carne y hueso en la calle.

 

De allí la importancia que tiene el cine en mi oficio literario, concretamente en la ficción narrativa. Obviamente hay diferencias de lenguaje, pero varios de los relatos que he escrito tienen una deuda con la cinematografía. Esta influencia puede rastrearse en mi trabajo en el nivel de la técnica (un montaje paralelo de dos planos narrativos, por ejemplo) como también en la generación de una determinada atmósfera (en especial aquella propia del cine negro de los cuarenta y cincuenta) e incluso en la utilización de ciertos detalles argumentales (para una escena de suicidio en un cuento recurrí a una modalidad de la que se vale un personaje de Interiores de Woody Allen).

En consecuencia, el cine me ayuda a asimilar múltiples rostros y peripecias que luego, deliberada o inadvertidamente, volcaré en el momento de escribir un relato. Sin embargo, debo reconocer que, a diferencia del cine, la creación literaria me brinda una posibilidad mayor aún: la de encarnar yo mismo a esos personajes que emergen de mi imaginación. Cuando he escrito guiones cinematográficos no he sentido lo mismo, sin duda porque su existencia plena ya no se circunscribe a la realidad verbal sino que depende de la puesta en escena que realice el director.

 

Finalmente solo quisiera agregar que el cine es para mí, ante todo, una fuente inagotable de placer. Sea como simple entretenimiento o forma de conocimiento, lo cierto es que mi vínculo con el cine se ha convertido en una suerte de adicción. La sola idea de saber que hay muchas películas que deseo ver y que tal vez nunca tenga oportunidad de espectar me suscita enorme ansiedad. De cualquier modo, me complace mucho haber nacido en el siglo XX, porque sin el cine la vida sería realmente insoportable.